“Acorralada”
Relato perteneciente al libro “La casa del bien perdido” autor Ismael Clavero.
A escasos minutos de comenzar la celebración de su fiesta de quince, mientras tío Vani daba los últimos retoques a los centros de mesa con sus orquídeas purpuras. Brisia, sentada frente al espejo de la toilette, se juraba una promesa; nunca se pintaría sus labios con rouge. Odiaba con toda el alma esos lápices grasosos que brillaban cual pìturrines de perrito. Y que desde una primorosa cajita de terciopelo rosa (que su tío había obsequiado a la joven) le llamaban al iniciático ritual que toda mujercita emprende a esa edad, en pos de verse más hermosa y de fantasear con que algún muchachito la descubra más bella que Madonna.
Culpaba a esos cerosos labiales, de ser mensajeros de la desgracia. Ellos habían envenenado a su adorada madre.
Recordó con pesadumbre aquel lejano trece de enero de hace tres años. Revivió en su mente con dolor, el último suspiro de vida de su progenitora. La contempló cual un sueño difuso y fantasmagórico. Una pesadilla maligna de la que siempre intentaba escapar con escasos resultados.
Era su madre muy hermosa y coqueta, rubia cual un capullo de tilo. Pero su toilette respiraba a jazmín y muerte.
La vio aquella fatal mañana gritar despavorida, corriendo hacia la puerta de salida pidiendo auxilio- “¡Socorro, socorro!”- Estas habían sido sus últimas palabras. Cayendo luego inerme al frio asfalto de la calle. Mirando el vacio con sus ojos todavía aterrados…y la boca. Su hermosa boca roja deshecha y sangrante. “¡Todo por culpa de aquel maldito labial!” Por eso Brisia los odiaba, porque siempre le recordaban los labios ultrajados de su madre. Y también a esos tres años oscuros de encierro en la cárcel de señoritas delincuentes.
La policía conjeturó que la niña, adicta a las películas de terror; incitada por sus maléficas fantasías, roció sobre el labial favorito de su progenitora, polvo de arsénico que usaba su padre, para combatir a esas tenaces hormigas del rosedal que era su gran pasión y hobby favorito.
Si no hubiera sido por tío Vani, esos oscuros años de encierro en aquel claustro gris, custodiado por avinagradas y severas religiosas; le hubieran ocasionado un agujero de dolor en su corazón, muy difícil de sobrellevar para una jovencita como ella, sensible y melindrosa.
Todos aquellos días de cautiverio, apenas el reloj cantaba con las voces del alba, tío Vani se apersonaba en el amplio salón de visitas, provisto de su habitual cesta de
merienda y su dosis diaria de consuelo; que una niña como ella, tanto anhelaba. Siendo este recreo, horas de íntima alegría y de confortación espiritual.
El amado tío, siempre excusaba las ausencias de su padre, justificándolo con qué su profesión de vendedor de seguros; le obligaba a movilizarse por todo el País.
Entonces ella asentía con un gesto y un mohín, apoyando su rostro en el hombro de él; dando a entender que comprendía esos sacrificios de su padre. En pos de ganar más dinero para pagarle al abogado, que en poco tiempo la sacaría de ese lugar horrendo.
Muchas veces le confesó de las recriminaciones y escarnios que sufría a manos de sus condiscípulas, que le gritaban cuando las celadoras no las oían “¡Asesina, asesina! ¡Guacha asesina!”
-¿Qué es una asesina, tío Vani?...- Le preguntaba confundida y con la mirada llorosa.
-De seguro no lo eres tú mi palomilla. Eres la niña más inocente y bella de la tierra.- Y besándola primorosamente en la frente, como si fuese su padre o su madre; le calmaba la pesadumbre de aquel que no entiende los laberinticos caminos de la vida. La inocencia pura del que todo lo ignora.
Cierto día de primavera, cuando faltaban apenas dos días para cumplirse los tres años de encierro. Tío Vani llegó a su habitual cita, sin la cotidiana cesta de merienda. Ante la desconcertada pregunta de la niña, dijo- Hoy mi cielito, desayunaremos en casa. Levanta tus cositas y vamos…-Luego la miró tiernamente, mientras le despejaba la frente con una caricia, diciéndole- Tienes los mismos ojos bellos de tu madre…
Brisia, dominada por una felicidad arrolladora, brincaba de aquí para allá cual un cervatillo. No pudiendo ocultar de la mirada de sus celosas condiscípulas, aquella dicha que la embargaba.
Desde ese grueso portón de hierro de la salida, miró por última vez hacia atrás; esa odiada prisión que la retuvo estos largos años. Y le pareció como esos anchos túneles de los sueños, donde al final de todo, uno encuentra la salida de toda pesadilla.
Aferrada de la tibia mano de su amado tío, enfiló rumbo a su casa.
Cuando llegó a su barrio, este le pareció algo distinto ¿mas viejo, quizás? Cuando le comentó de este pensamiento a su tío, él se rió de esa ocurrencia de la niña; que ya empezaba a convertirse en una hermosa muchachita. Sólo turbó su instante de felicidad, cuando contempló el precioso rosedal donde su madre la aguardaba al volver feliz de la escuela. Y pensaba por dentro, que sólo habían pasado apenas tres años de aquel suceso.
Por eso no se atrevió a mirar el interior del dormitorio de su madre, que ahora compartían su tío y su padre. Porque quiso guardar el recuerdo de aquel ayer dichoso, cuando las dos jugaban a ser dos amigas que tomaban el té juntas.
Su habitación estaba como la última vez que la dejó. Su muñeca Roxana le sonrió desde una repisa y el osito cariñoso todavía descansaba en su cama impecable.
Tío Vani, con voz suave entrecortada por la emoción, le confesó- Todos estos años en que no has estado, he tratado de mantener tus cositas iguales…como si no te hubieras ido nunca- Mientras dos involuntarias lágrimas se escaparon de su apuesto rostro. Brisia le contempló con inmenso amor, y luego se arrojó en sus brazos, envuelta en llanto. La verdad, es que recién ahora se daba cuenta de lo que significaba él para ella. De lo que pesaba en su vida. Casi era el reemplazo perfecto de su fallecida madre.
Luego se dirigieron abrazados al perfumado rosedal, caminaron por sus cortos y estrechos senderos. Ambos regaron aquellas flores encendidas de luz y color. Después se echaron en el césped y mirando el alto cielo vieron caer la tarde con alivio de pájaros libres.
Por la noche llegó su padre de un largo viaje por todo el País, saludándola fríamente se dirigió al living. Y sepultándose en un silencio que le erizó la piel a la niña, arrellanado en un mullido sofá, casi como un autómata, jugó al zapping con el control remoto del televisor; no encontrando ningún programa que lo entusiasmara. Luego cenó con parquedad y se retiró a dormir.
Tío Vani lo excusó como de costumbre: que trabajaba en exceso, que conducía por largas horas sin dormir, que comía cuanta porquería le sirvieran en restaurantes baratos, etc., etc. Después de oír el largo alegato de su tío, Brisia, dándole un beso en la mejilla, se retiró a dormir por primera vez en tres años a su propio cuarto. Se abrazó con ternura a su osito cariñoso y se quedó profundamente dormida.
Una horrible pesadilla la visitó esa noche:
Su madre la perseguía por toda la casa vestida con un vaporoso y fantasmal camisón de tules. Sus manos crispadas sostenían un labial que vertía sangre y una rosa amarilla con agudas espinas atemorizantes. Su boca que otrora fuese un dulce néctar donde ella bebió tantos besos, era una informe carne deshecha por donde escapaban espantosos gusanos blancos con ojos rojizos, que le gritaban- ¡Asesina, asesina!...
Despertó a las dos de la madrugada, con un sudor frio que le bajaba por la espalda. Tenía la garganta seca y oprimida por el mal sueño. Cruzó de puntillas por el pasillo que conducía al baño, y al pasar por enfrente del cuarto de su padre. La detuvieron voces que salían de su interior. Esto excitó la natural curiosidad de su mente adolescente. Esos gemidos de placer provenientes del dormitorio, azuzaron las fibras de su corazón, lo sintió galopar dentro de su caja torácica. No pudo contener su ojo inquieto que se escabulló por el agujero de la cerradura. Vio y escuchó lo que no debió nunca. Quiso morir en aquel instante de voces roncadas por el deseo, de cuerpos ardientes entrelazados, de pieles que se estrujaban unas a las otras. Sí, ante su propia e inocente mirada, los cuerpos de su padre y de tío Vani, se sacudían en movimientos frenéticos de sexo. Por un momento pensó en salir corriendo de aquel lugar. Ganar la calle, decirles a todos. ¿Pero hacia donde correría? ¿A quienes les contaría de esa infamia? ¿Quién le creería?
Ahora que su mundo de afectos se desmoronaba irremediablemente, cuesta abajo por la pendiente de la hipocresía. Acorralada se vio por culpa de tan grande mentira y de tantas otras, que su tío y su padre le urdieron. Pero no tuvo agallas para huir.”¿Adónde iré?” Pensó, mientras el corazón se le estrangulaba con una telaraña muy cruel y fina. A la calle no iría, menos a esa oscura cárcel. Entonces debería aprender esta amarga lección con qué la vida la golpeaba; simularía para sobrevivir. Los engañaría a ellos, esos pérfidos, como lo hicieron con ella durante esos tres largos años de infortunios padecidos. Años en que creyó ser la causante de la muerte de su madre. Años en que cargó con el peso de culpas ajenas, y recriminaciones de toda laya. El paso de la verdad ya estaba dado. Sólo tendría que disimular un poco ante ellos, hacerse la desentendida. Dejar que tío Vani organizara su fiesta de quince; la hipocresía le sentaba tan estupendamente bien. Presuroso corría de aquí para allá ultimando los detalles. Sintiéndose como si fuera su propia madre y hada protectora.
A pesar de que aquella vez la fiesta fue de veraz hermosa. La pátina de ese engaño todavía la atormenta. Ahora que ya han pasado tantos años y es una señora casada, en madrugadas de insomnio la despiertan voces de aquella maldita noche. Noche en que su oído curioso escuchó gemidos placenteros, confesiones de su padre, diciéndole a su tío: “La niña no debe saber nunca de lo nuestro. Ni de que tú le pusiste el veneno a su madre”