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16 de Junio, 2010 · General

"El último deseo" Dedicado a todos los padres "diferentes" del mundo.


"El último deseo"

Autor del relato, Ismael Clavero.

Dedicado con respeto y admiración a todos los padres diferentes y gay del mundo.

Cuando mamá nos abandonó, por irse tras los pasos de un fornido camionero, yo contaba ocho años; años poblados de curiosidades, descubrimientos y asombros por el mundo que me rodeaba. Papá todavía era un apuesto hombre de treinta años, alto, garboso y atlético, de tez rubia y cabellos ensortijados. Gustaba de practicar los deportes más rudos, como el rugbi y el boxeo. Él decía que un hombre debe aprender a preparar su cuerpo para enfrentar a la vida, tratando de ser siempre el número uno en todo; o por lo menos intentarlo, así se lo  inculcó su padre, mi abuelo, quien vivía con nosotros, y su familia de enfermedades…

Nunca le conté a mi papá de que yo había descubierto sus más preciados tesoros, esos que ocultaba en la piecita del altillo bajo siete llaves: Una mariposa disecada de alas deshilachadas y rosadas, guardada en un frasco de vidrio. Un librito de cuentos ilustrado del “Patito Feo” Y una pequeña muñeca de porcelana, que deduje fue propiedad de su madre, fallecida cuando él tenía cinco años…

Ahora que estoy a punto de casarme, quizás por estar bajo los efectos del enamoramiento o porque ya me estoy allegando a cumplir los treinta años de edad. Se me ha dado por recordar los días felices de la infancia que pasé de la mano de mi padre, siempre bajo la atenta mirada y vigilancia de nuestro ángel custodio, mi querido abuelo. Los días domingos recibíamos la anhelada visita de tía Raquel, cuarentona de bella figura y pelirroja melena larga, hermana menor de mi difunta abuela. Ella residía en un lujoso departamento a orillas del paredón del arroyo de “La Cañada” alquilado como nido de amor por el último de sus queridos, un otoñal y acaudalado caballero. Cuando mi padre contemplaba a Raquel, lo hacía con una mirada embelesada llena de arrobo y dulzura, pues pienso que él veía en ella al rostro de su madre. Porque me había sabido contar el abuelo de que eran las hermanas dos gotas de agua, y cuando comparé la foto de mi abuela con la de tía, di verdad a sus palabras, eran parecidísimas. Mi padre se encerraba a solas con Raquel en su cuarto por largos minutos a platicar, y yo deducía que se estaban contando secretos mutuos. Mientras en la cocina abuelo refunfuñaba como era su habitual costumbre. Por las tardes encendidas de luz otoñal, los dos salían a pasear por las sombreadas calles del pueblo tomados de la mano cual dos noviecitos, podría asegurar de que aquella amistad no pasó más que de una simple admiración mutua. Cuando el domingo se extinguía, tía Raquel tomaba su blanca cartera, y antes de alejarse de nosotros, me besaba la mejilla con su untuosa boca carmesí, dejándome grabado un beso que hablaba de su presencia. Que por supuesto abuelo al instante de irse ella me quitaba con su pañuelo empapado en alcohol, gruñendo- “Falta que lo confundan con una mariquita por andar pintarrajeado”- Si por casualidad papá le oía refunfuñar. Golpeaba con furia la pared con su puño cerrado y dando un portazo se ocultaba en su cuartito de secretos. Muchas veces le oí llorar a mi padre, escondido en el altillo donde guardaba sus reliquias. Pensaba yo que lloraba por la ausencia de mamá o por la abuela fallecida. Siempre evitó llorar delante de mí. Pues el abuelo decía que los hombres de verdad nunca lloraban, ya que sólo las mujeres tenían derecho a llorar. Y yo le creía, y me aguantaba el dolor aunque fuera inmenso, cuando me golpeaba o me hincaba una espina en el pie. Cierto día me puse morado de dolor por no soltar una lágrima, y me mordí los labios para que abuelo no se enfadara con mi deshombría. Y justo llegó papá del trabajo y me descubrió con la carita desencajada y el clavo que no podía quitarme abuelo del talón. Se alarmó profundamente al revisar mi herida. Y mientras yo me aferraba a su cuello escondiendo mi rostro para no delatar mi gran dolor, cuando él me quitaba ese maldito clavo herrumbroso, no pude impedir que mi llanto silencioso le mojara su cuello. Y al darse cuenta de que yo hacía grandes esfuerzos por reprimir mis lágrimas ante los ojos del abuelo; me alzó en sus fuertes brazos de albañil y me llevó a su cuartito del altillo. Sacó sus tres reliquias del baúl y contemplándolas fijamente se puso a llorar delante mío, diciéndome- “Cuando un hombre sufre un dolor debe llorar hijito, sin importarle que un viejo loco diga que eso no es digno de los varones…Hijito, tu papá también llora, pero llora en silencio. Aprendió a llorar para adentro, como lloran los leones, aunque eso no signifique que ellos no lloren sus dolores.”

-“Papi, el abuelo dice que solamente las mujercitas lloran…” Lo interrogué con mis ojos inundados por sentirme culpable de mi debilidad.

-“Hijito, las mujeres lloran más a menudo porque son más valientes que los varones, sino Dios no las hubiera elegido para llevar en sus vientres a los bebes ¿comprendes?”

Y yo le miraba con admiración, pues pensaba que mi padre era el hombre más sabio de la tierra, ya que sólo él pudo decirme del llanto de los leones. Luego me contó que cuando se afligía por cualquier motivo, se escondía en aquel cuartito y lloraba delante de la presencia de sus reliquias sagradas…

Papá, querido papá, nunca me atreví a contarte que yo sabía todo de tu vida secreta, aquella que ocultabas con vergüenza junto a tus reliquias sagradas. Pues tía Raquel supo revelarme cuando cumplí los dieciséis años, al otro que ocultabas cual un celoso guardián, blindado bajo tu piel y tu aparente rudeza. Ese otro que escondías en tu cuartito de secretos, temeroso tal vez de fallarle a la promesa que le supieras hacer a tu padre; darle un nieto. Aunque te sepultaras a ti mismo bajo el espeso concreto de las apariencias, y mutilaras las finas alas de tu mariposa y la disecaras arrumbándola en aquel horrible frasco de vidrio…Cómo veraz papá, no estoy enfadado ni resentido por haber develado a ese otro hombre que tan celosamente ocultaste de mi vida. Ese costado secreto tuyo que me enseñó que los hombres pagamos el precio de las promesas con nuestra propia felicidad. Aquella lejana mañana de tu adolescencia, cuando creíste que tu padre se moriría en su lecho devorado por una fiebre atroz. Y delante de tía Raquel te hizo jurarle, que pasara lo que pasara, su último deseo sería cumplido. Tener un descendiente. Después abuelo no murió, e implacablemente, año tras año te recordó tu promesa. Abatió con su recia y arcaica disciplina a la mariposa de tus sueños. Te desafió y obligó en el rigor de su espartana escuela a odiar aquellas muñecas de loza que dejó tu madre en su cómoda, aunque vos en silencio las amaras. A mirar con desdén las finas telas de las vidrieras, eligiendo para ti la arpillera más dura y áspera. A oler siempre a sudor y sobaco, porque los desodorantes eran “femeninos” Y te abofeteó cientos de veces cuando una palabra suave o un ademan fino se escapaban sin querer del centro de tu corazón. Te obligó a leer las viriles novelas de guerra, mientras que vos a hurtadillas le robabas las “Corín Tellado” a tía Raquel, y las leías escondido en un paraje oscuro. Te metió de prepo en una escuela de boxeadores fracasados, y te hizo dar piñas con todos, para volverte fuerte, decía… y borrar la belleza de tu rostro.

Papá, amado padre mío, sé muy bien que odiabas el barro, los moretones, las torceduras de cuello y tobillos inflamados, los raspones y desgarros, que anhelabas el arte y todas sus formas más que a nada en el mundo, pero jugabas al rugbi con una ferocidad rayana  en la insania.

Mi padre, mi amado padre, postrado en su lecho del hospital anhela la libertad que vendrá con la muerte, y quizás ella se atreva a soltar por los cielos a su mariposa. Por las mañanas cuando lo voy a visitar, antes de que la enfermera le obligue a tomar un sorbo de te junto a sus medicinas. Cuando la demencia senil lo aparta de sus brazos y lo arroja en los míos. Sosteniendo delante de sus ojos su libro de cuentos favorito “El patito feo” Y mientras yo leo hoja por hoja, emocionados lloramos por estar todavía juntos; aunque los hombres no deban llorar. Después me mira con esos ojos hermosos poblados de amor. Y acercando sus labios a mis oídos, cual un murmullo que se escapa de un frasco de tapas herméticas, me dice; que el último deseo de él sería, que yo sea lo que mi corazón quisiera ser.

 

publicado por ismaelpepe a las 10:45 · 1 Comentario  ·  Recomendar
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Comentarios (1) ·  Enviar comentario
felicitaciones,muy lindo el poema y lo mas importante es el mensaje de liverdad acia el hombre moderno de estos ultimos tiempos,que cada uno deve espresar lo que realmente sinte su corazon sin dañar no ser dañiado por nadie en esta vida,,,mucha merd,,atte..d o p.
publicado por diego.bald, el 18.04.2012 10:20
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Escribir novelas y cuentos,poemas,nadar, andar en bici,jardineria. Y pensar la vida, porque de eso se trata, pensar, pues es lo único que nos llevaremos de este mundo.

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