“El alquimista y la mujer de fuego”
Mientras vivió el señor Plummer, digo vivió, porqué nunca supimos a ciencia cierta si falleció. En su casona estilo inglés, igual que aquellas que todavía se sostienen en pie, en polvorientas estaciones de tren de pueblos fantasmas; fue un hombre extraño y excéntrico. Gustaba de realizar largos viajes por el mundo, y traer de esos confines las más exóticas esculturas y obras de arte, que coleccionaba con pasión, siendo su manía favorita; pintar todo lo que adornara su morada, con unos furiosos tonos azulados. Mi abuela me solía decir, de que quizás el anciano, debiera añorar sus lejanas y brumosas islas Británicas y todo aquel azul mar que las rodeaba. Por eso de su manía.
Este color se mostraba con impertinencia en cortinados, tejados, cercas, paredes y esculturas. Y me olvidaba decirles, poseía unas bellísimas rosas azules que eran la envidia del vecindario. Cuando llegaba la primavera, y el cálido viento norte acariciaba los cálices arrancándoles sus pétalos, un mar exquisitamente azulino se desplazaba por las adyacencias de la mansión. Y nosotros veíamos al sr Plummer, salir al porche de su casa fumando su pipa con deleite, mientras sus ojos extasiados se perdían en el ir y venir de esos pétalos que jugaban con el viento.
Con los años él fue envejeciendo, y se tornó de lo más huraño. Por los altos ventanales de la planta alta, se la pasaba mirando retraído el horizonte. Entonces los vecinos empezaron a fabular ideas macabras: Que tal vez el viejo, tuviera tratos con el demonio. Pues nunca iba a misa ni se confesaba, incluso cuando un joven curita misionero intentó visitarlo, lo echó a patadas entre gritos y maldiciones.
Esta más decir, que la leyenda tomó vida propia y hasta a los niños se nos prohibió “el pasar ni siquiera por enfrente de la casa de ese diablero” con que le bautizaron los que más le odiaban. Yo creo, que la inquina venía más por el lado de ser, un ingles venido a menos, que de ser un diablero.
El único que se atrevió a cruzar aquella cerca azulada, y trabar con el viejo una extraña amistad, fue don Polok, un inmigrante judío de aspecto más humilde que un linyera. Entonces las malas lenguas arreciaron con sus calumnias difamatorias. Y la vieja casona del mirador (estaba situada en la parte más alta del barrio) se convirtió en un páramo de soledad. Sólo me atemorizaba contemplarla desde mi casa por las noches de luna llena, en que los perros aullaban cual lobizones, y cuando las inalcanzables ventanuelas del altillo con forma de ojos de buey de la mansión, parecían emitir espeluznantes resplandores que sólo los niños como yo y mis amiguitos podíamos adivinar. Un coscorrón oportuno de mi padre, me hacían volver a mis cabales y conciliar mis sueños sin pesadillas.
Algunas curiosas, como mi tía Marta, trataban de sonsacarle al judío (que se había convertido en mandadero, amo de casa y único vínculo con el exterior del ermitaño
inglés) de la extraña vida que llevaba puertas adentro el sr Plummer. El mandadero, que tenía una entrañable amistad desde su juventud con mi tía, le contó de que el ingles se
había obsesionado, en uno de sus tantos viajes por el mundo. Con una secta de alquimistas del Yucatán, que adoraban a una mujer que decían ser proveedora de la pócima de la eterna juventud. Que era una especie de ser inmaterial, que sólo se corporificaba mediante conjuros y pócimas secretas que había que descifrar en un antiquísimo libro que ellos trajeron de la lejana Constantinopla. Dice que el sr Plummer, en un descuido de los sacerdotes que cuidaban el libro, se los hurtó y voló rumbo a la Argentina, donde el supuso que nadie lo encontraría. Y así él podría dedicar su vida a
descifrar esos dibujos secretos que poseían el grial de la eterna juventud. También le confesó a mi tía, que en los sótanos de la mansión, el inglés había montado una especie de laboratorio de alquimia, donde poseía la piedra filosofal de los conjuros. Y mostrándole una pequeña roca de oro a tía Marta, se la apretó en su mano diciéndole “Mi querida, este será nuestro secreto. Vende esta piedra y regálate lo que yo nunca he podido regalarte”- después le besó la mano con pasión y le advirtió- “Nunca digas de este secreto. Mi patrón ha conquistado con su ciencia la trasmutación del plomo en oro. Pronto seré un hombre muy rico, pues mi amo es un ser de extrema generosidad. Y si tú quieres, y todavía guardas algo de mí dentro de tu alma, nos podremos ir a vivir al barrio del once en Buenos Aires, donde tengo a parte de mis compatriotas. Y si tú todavía lo anhelas en tu corazón, un rabino de la sinagoga de Jerusalén nos podría casar.
- Pero mi Polok ¿no sabes acaso que soy cristiana y que estoy casada desde hace veinte años? ¿Cómo podría desprenderme a esta edad, de toda esa ropa que he guardado en mis arcones?..
- Si tú lo quieres, mi reina, prende fuego a toda esa ropa, junto a todos esos recuerdos que nos separan, y húyete conmigo.
Entonces tía Marta se alejó llorando de él, sabiendo que lo amaba como nunca antes había amado a un hombre. Pero también ella sabia que por ser cristiana y creyente en la vida venidera; jamás podría quemar aquella ropa de sus arcones. Luego llegó hasta nuestra casa, y envuelta en llanto, desconsolada se arrojó en brazos de mi madre pidiéndole consuelo y contándole esta historia. Luego me vio a mí y me sentó en su regazo, besándome en la frente tomó mi mano y puso esa piedra amarilla, diciéndome- Cuando crezcas y seas mayor de edad, cómprate con esta piedra lo que nunca tu pobre tía Marta supo regalarte. -Y besándome por segunda vez, me pidió que no le cuente a nadie de la historia de esa piedra.
Tres años después de aquel incidente, cuando mi hermana y yo entrabamos de lleno a las puertas de la adolescencia. Y solamente nos interesaba escuchar por radio Champaqui, los últimos temas musicales de moda y leer Radiolandia, fuimos sorprendidos por esa noticia que corrió cual reguero de pólvora. Decían aquellos comentarios: Que una hermosa y pelirroja mujer, se sentaba por las tardes en la amplia galería de la mansión, mientras don Polok la apantallaba con frenesí, intentando infructuoso, alejarle el calor que la agobiaba; aún siendo pleno invierno.
Otros dijeron que vieron al enteco judío, ingresar a la casa con dos enormes ventiladores en pleno mes de julio de heladas terribles. Y que era tal la sofocación de la extraña, que consumía agua con limón y hielo ávidamente. Mientras sus vecinos tiritaban de frio.
Cuando el verano golpeó a las puertas de mi pueblo, en un día infernal de cuarenta grados de calor a la sombra. Los ventiladores y los hielos que acarreaba por toneladas don Polok, no le llegaron a bastar a la inflamable mujer. Que despavorida salió corriendo de la casona, dando alaridos demenciales; mientras su tersa y blanca piel se le
derretía cual cera expuesta a las brasas, ante el estupor de todos los presentes, que no daban crédito a lo que sus ojos miraban. Yendo a caer como una estrella abatida,
exánime, a cincuenta metros de nosotros. Para después consumirse en una pira de fuego, que la incineró hasta los huesos.
Luego llegó la policía y tomó cartas en el asunto. Dirigiéndose a la casona, fueron en busca del inglés; encontrándose sólo con el enjuto sirviente, que se resguardó en su mudez al ser interrogado por el comisario Oliva, sobre el paradero del señor Plummer. Atinando a señalar en dirección de la calle, donde ardía la pira rojiza. Y al verse acosado por la insistente requisitoria policial. Les contó que su patrón, en un loco
experimento alquimista de trasmutación, por evitar la senilidad que lo cercaba irremediablemente. Se obsesionó con “la mujer dorada” Y en pos de lograr su objetivo, salteó una fase del encantamiento, convirtiéndose en “la mujer de fuego”…
Lo que nadie contó, y que yo les narro ahora. Es que la prueba de magia del señor Plummer no falló del todo.
Mi abuela, una mujer comedida y temerosa de Dios, recogió junto conmigo; cuando ya nadie quedaba en aquella calle. Las cenizas de la pobre difunta, para más luego darle cristiana sepultura en el osario del cementerio.
Lo que mi abuela no supo nunca, nunca; es que yo me guardé una pequeña porción de esas cenizas. Y que ahora, muchos años después; mediante un procedimiento alquimista secreto, llamado “roca de oro”. Sí, esa misma que me supo regalar tía Marta, para que yo pudiera comprarme lo que ella no pudo comprarme nunca…
Mejor no les sigo contando, me está llamando mi adorada esposa; que a veces me sobresalta por las noches con sus sueños horribles. Pesadillas que ella no comprende. Dice que muy a menudo sueña con que es un hombre, al que todos nombran como señor Plummer.
(Este relato pertenece al libro de cuentos "La casa del bien perdido" autor Ismael Clavero)