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05 de Junio, 2010 · General

La casa de los corazones frios


“La casa de los corazones fríos”

 (Cuento escrito por Ismael Clavero)

 

La repugnancia que les provocaban los batracios, a las hermanas Salazar (tres niñas solteronas) formaba parte de todos los chismorreos de pueblo Ardiles. Unos decían que el encono con esos pobres babosos sapos, les venía de ancestral herencia:

La bisabuela de ellas, Clementina Clemira, había sucumbido a la tentación de besar a un asqueroso y gordo escuerzo, anhelando que fuera su príncipe azul; cayendo en un profundo letargo, del cual la inmunda bestia sacó provecho, embarazándola instantáneamente.

Cuando la hallaron sus padres y hermanos, tendida a la vera del arroyo en completo estado de desnudez; embriagada por voluptuosos movimientos pélvicos, empapada desde su cuello hasta sus tobillos por una baba lechosa. La escucharon decir con voz entrecortada por el llanto y los jadeos, que el causante de tremenda orgía sobre su inocente carne, era el demonio Sinibaldo, quien tenía el poder de mutar diabólicamente en un seductor escuerzo.

-¡Esta allá! ¡Tomando sol en esa piedra!- Exclamó histérica la doncella, mientras su madre la arropaba con urgencia, ante la llegada de una turba enardecida de vecinos armados con, picos, azadas, palas y cañas puntiagudas; que en nombre del Santo Oficio, darían caza al demonio ultrajador del arroyo.

 

Oculto en el alto follaje de un Eucaliptus, Clodomiro, un joven hachero. Paralizado por el terror y sudando a mares, se maldecía a si mismo por haber desflorado a tan casta damisela. Pensó abrumado, con los nervios destruidos, que si era descubierto por los padres y hermanos de la niña; no tardarían esos barbaros descendientes de vascos en someterlo al garrote vil. O si fuera peor, le cortarían los genitales y lo dejarían amarrado en un tronco cerca de un hormiguero, para que las voraces hormigas coloradas le pasaran la cuenta de su pecado.

Luego sus celestes ojos se clavaron hipnotizados por aquel color rojo sangre de las aguas del arroyo, donde la turba sin piedad ni misericordia, entre borbotones sanguinolentos y espumarajos de cientos de batracios aterrorizados, ejecutaron con saña su carnicería.

Dicen los habitantes más viejos del pueblo, que por décadas la ribera de ese arroyo quedó muda de las graciosas criaturas cróantes. Y al faltar la ayuda de tan humildes servidores, las plagas de langostas y tucuras barrenadoras, dieron rienda suelta a sus depredaciones; asolando chacras y campos enteros.

 

 

Pero donde iban las solteronas Salazar, iba un salero abriéndoles camino. No tomaban asiento sus empaladas figuras (por recios corsé) en los amplios jardines de su mansión, donde las cortejaban otros solterones más rancios que ellas; hasta que una sirvienta aprovisionada de grandes cantidades de sal, la esparciera por doquier para tranquilidad de sus patronas. Horror sería para esas damas el encontrarse con un leve indicio de cuero rugoso o toparse con una simple escupida de cristiano, que pudieran conjeturar ser baba de sapo. Los flemáticos pretendientes, cuando no se aguantaban tragar los gargajos que les atoraban sus impostadas voces cuando recitaban al poeta Rubén Darío, con las bocas tapadas por bordados pañuelos de seda, corrían a salivar en los marmolados baños de la señorial casona.

 

Una flor sin néctar pronto marchitará. Una doncella sin jugos, hijos no concebirá. Un varón que no escupa con virilidad, fuerzas en sus pulmones ni en su miembro tendrá.”-

 Decía un viejo refrán de aquellos tiempos. Las tres hermanas nunca se desposaron; aquí les cuento la otra parte de la historia:

 

Clara había dejado de creer en el amor. Su larguísima espera del esposo ideal, la hicieron tejer ajuares completos que llenaban cien cofres matrimoniales. Bordó con el esmero y paciencia de una araña, mil doscientos pares de sabanas con sus correspondientes almohadones. Y cuando se cansó de tejer y bordar, comenzó a rezar. Rezaba durante largas horas en la capilla del pueblo, con su rostro cubierto de inmaculada mantilla. Mientras rezaba con ardiente frenesí, experimentaba unos éxtasis sobrenaturales. Muchos de los parroquianos la creían una santa; otros, simplemente una loca.

Desde un rincón penumbroso del templo, un oscuro hombrecillo de mejillas escamosas,  la acechaba con malicia, y mientras la niña rezaba, decía por lo bajo-“Hay mi cariño santo y beato, si no te poseo te mato”- Después, como por arte de magia se esfumaba, como si nunca hubiera existido”

Cuando Clara consideraba suficiente los rezos echados a cuanto santo de la corte del cielo existieran. Regresaba a su casa a prepararle a su anciano padre y a sus dos hermanas mayores, Clotilde y Cletonia, el almuerzo.

Luego de comprar sus provisiones en la feria del pueblo. Consultó el oráculo de una gitana recién llegada en una caravana de saltimbanquis, que le advirtió de que una gran felicidad la acechaba, junto a un gran peligro. Huyó de esa “pajarraca de mal agüero” que ella tildó de mentirosa. “La felicidad no puede estar junto al peligro”- Se dijo a sí misma, continuando su camino.

 

Al llegar a su domicilio, la muchedumbre reunida en la puerta principal la alarmó. Muchos la miraban inquisitivamente, otros, con rostros paternales y compasivos, bajaban sus miradas y lloraban tapándose los rostros. Clara, suspirando hondo tomó coraje ingresando a los adentros, donde un policía de custodia quiso impedirle el paso a uno de los dormitorios. Forcejeó con este con una fuerza sobrehumana derribándolo al suelo, y con el Jesús en la boca vio lo que nunca quiso haber visto. En su cama, Cletonia dormía el eterno sueño, boca arriba, sus ojos vacios de luz interrogaban el infinito. El camisón levemente entreabierto, dejaba contemplar la blancura de dos senos enormes. Clara intentó gritar aterrorizada y no pudo, el grito se le pegó adentro de las entrañas. Abrazó a la difunta buscándole un tibio calor en la piel y luego la soltó espantada, porque tuvo miedo que el frio de ese cadáver se le pegara en su piel.

El policía, repuesto de su caída, se abalanzó por detrás de ella y la sujetó con firmeza; la mujer se entregó al viril apretón de ese hombre y cayó desmayada, rendida en esos fuertes brazos. Una vecina comedida de las que siempre aparecen por fortuna, ingresó en ese momento al sitio fatal y persignándose, le dijo al policía.

-Soy vecina de Clarita ¿puedo ayudar en algo?

-…Creo que se ha desvanecido. Busque en aquella cómoda un poco de loción para reanimarla- Dijo el hombre, con marcado gesto de nerviosismo.

Después llegó tanta gente a esa habitación, que parecía una misa en domingo, llenándose el ambiente de comentarios de todo tipo: Que Cletonia tenía cáncer blanco, que le dio muerte repentina como su madre. Que le gustaban las bebidas blancas ¿podría ser cirrosis? Que la naturaleza se le fue a los sesos porque nunca tuvo hombre. Que la

 picó una víbora, en este valle abundan, murmuró uno. Dijo otro, “Es la maldición del escuerzo”- Y todos en la habitación se volvieron hacia él y le clavaron las miradas.

¿Podría ser posible, después de tantos años? Que la maldición que heredó esta familia regresara con fuerzas renovadas a sentar su simiente de maldad.

Una anciana presa del pánico, se escabulló por entre la turba en busca del sacerdote. Sólo él tendría autoridad suficiente para interpretar si esto era una muerte natural o no…

 

Cuando el medico forense examinó cuidadosamente el cadáver, no encontró huellas de violencia física. Ni vestigios de barbitúricos o venenos en la boca.

Apremiado por la desesperación de Clara, y la del policía inspector, dio su acelerado veredicto- La señorita ha muerto de hipotermia.

-¿Pero como es posible?...estamos en pleno verano, doctor.- Preguntó desconcertado el inspector.

Clara, envuelta en un mar de lágrimas, con voz entrecortada; mirándolo con sus ojazos verdes desorbitados por la angustia, también preguntó- ¿Usted, dice, que, mí hermanita? ¿Murió de frio, doctor?...

Hace, treinta, grados, de calor, allá afuera… ¿Cómo, puedo, creerle?

El medico, levantando sus instrumentos para irse, aseveró molesto- No se trata de creer o de no creer señorita. La señora ha fallecido a causa del frio. Su corazón, por razones que todavía debo estudiar, dejó de latir porque la sangre se le heló.

-¡Esto es verdaderamente increíble!- exclamó el oficial inspector- ¡ya van tres personas que se mueren de frio en este pueblo, con este calor de mil demonios!- Mientras se aflojaba el nudo de la corbata y gruesas perlas de sudor le corrían por las sienes- Y yo estoy en ¿veremos? Qué podrá pasarnos cuando llegue el invierno. ¿Se me morirá todo el pueblo, doctor?

-Espero que para ese tiempo, usted inspector, haya descubierto al asesino.- Contestó el medico con ironía, al tiempo que se alejaba con prisa a su laboratorio; para realizar sus pruebas rutinarias.

-¡Lo veo después en la morgue!- Alcanzó a decirle el oficial inspector.

Mientras la muchedumbre de buenos vecinos, ya se habían apoderado de la señorial casona. Unos desalojaban de muebles la gran sala de esparcimientos, donde se velaría a la finada. Otros acomodaban asientos y sillones para el numeroso grupo de dolientes que ya se congregaban cual enjambre de abejas, deglutiendo masas finas y refrescos; entre suposiciones y charlas de la  causa de muerte de la solterona, a quienes muchos de ellos aborrecían por ser altanera y de carácter avinagrado. Aunque fingirían cual maestros del dramatismo, incluso llorando y lamentándose por esa muerte injusta, con tal de no perderse el husmear por tan esplendida mansión, ni a esos deliciosos bocadillos que los sirvientes ofrecían con derroche; en grandes bandejas talladas con filigranas de oro y plata.

 

En otro cuarto, Clara y Clotilde, aferradas al regazo de su anciano padre, no hallaban consuelo para tanta desgracia.

 

A cinco cuadras de allí, en la frescura de la iglesia que olía a cirios y azucenas. El párroco escuchaba asombrado, por boca de una anciana aterrada, quien le contaba de la extraña muerte de la solterona Salazar.

Luego de reconfortar a la mujer con rezos y agua bendita, y despedirla con una bendición. El cura se quedó por largo tiempo pensativo. Ya había otorgado la

extremaunción a tres fieles en el corto lapso de cinco meses. Tres cristianos devotos que fallecieron a causa del frio.

Después pensó en Clara, una muchacha de treinta y cinco años que rezaba en su iglesia con vehemente misticismo, sin faltar jamás a la misa matutina. Era todavía una mujer hermosa de ojos verdes. Un par de ojos a los que él rehuía; temía llegar a soñar con ella. Sólo un sacerdote puede tener sueños de tal lucidez, se dijo. Nunca quiso estudiar de cura, pero se lo había prometido a su madre en el lecho de muerte, que si no conseguía una buena esposa; ingresaría al seminario. No era bueno  para un hombre sin esposa el quedarse solo en la vida.

Y el extraño hombrecillo que esta mañana se había embelesado mirando a Clara cuando rezaba ¿De donde había salido? No recordaba el sacerdote, haberlo visto de antes en su parroquia. Y eso que él se conocía a todo el mundo de por allí. “Parecía un tipo extraño. Casi siniestro”- Sé dijo a si mismo. Es como la vieja pintura descascarada de la capilla abandonada. Sé parece mucho al icono dibujado en uno de los muros semiderruidos, que él, un arqueólogo amateur, había estudiado en profundidad. Sin lugar a dudas, esa pintura devorada por los años y la humedad, era Sinibaldo, el príncipe de los escuerzos. 

“Este había sido un pueblo tan pagano, fruto de estar conviviendo con esos indios supersticiosos”-Volvía a pensar- “Que se la pasaban todo el día con sus tambores y sonajas, adorando a la Pacha mama y a todas esas fuerzas de la naturaleza. ¡Qué ridiculez! Adorar un arroyo pantanoso donde nacían las ranas. Es verdaderamente estúpido. Menos mal que la Santa Iglesia a desterrado con su catecismo a esos ritos paganos.”- Pensó, mientras se acariciaba involuntariamente una de sus mejillas cubierta por un rubor cálido, y el recuerdo de Clara le estrujaba las tripas.

 

Ese mismo día, en la casa de la morgue:

-Creo inspector- Dijo el medico, sobándose la barba de sus gordas quijadas , lanzando con su pipa volutas de humo, que hacían círculos en ese aire enviciado con olor a difunto- que he descubierto algo en el cadáver de la niña Salazar, que le puede interesar…

-¡Ave Maria! Ya sabía que un sabueso como usted, no me podía fallar. ¿Qué es lo que nos dice, el cadáver de Cletonia?- Dijo el inspector, con una leve sonrisa de satisfacción, mientras se allegaba al forense, que sostenía entre sus dedos un pequeño frasquito que contenía una especie de baba o esperma amarillosa.

El medico, poniéndole en las manos del policía ese misterioso frasquito, dijo-¿Qué me dice inspector? Esto lo hallé en el cuello de la pobre mujer… ¿le servirá?

Haciendo rotar el frasquito entre sus manos, el inspector preguntó intrigado- ¿Qué substancia es?

-Es una especie de jugo bucal. El o los asesinos, le aplicaron esta substancia en el cuello de la finada, antes de que falleciera.

-¿Podría ser un veneno paralizante?… ¿o sedativo?- Inquirió con más dudas que certezas, mientras la felicidad de anteriores segundos se le esfumaba del rostro; que ahora denotaba honda preocupación.

-Lo que haya sido, fue lo que aceleró la muerte de la niña- Aseveró el forense. Mientras que con el microscopio revisaba otra muestra de la rara baba amarillosa. Deduciendo en voz alta- Lo que no me queda en claro, es de qué especie de veneno se trata…

-Esa será mi tarea- Contestó el inspector, mientras el ego nuevamente le subía por las mejillas y le impostaba la voz, al tiempo que se aflojaba el nudo de la corbata que casi lo sofocaba.

En tanto, un desesperado agente policial, ingresando abruptamente al recinto, casi sin aliento. Les comunicó- ¡Inspector! ¡Inspector! ¡Ha muerto otra de las niñas Salazar!

-¡¿Cómo es posible, Santo Dios?!- Exclamó el inspector, al tiempo que agarraba su saco y salía corriendo por el pasillo rumbo al domicilio de las victimas.

” ¿Cómo podría ser esto? ¿Qué tan grande saña tenía este asesino? Para matar dos hermosas mujeres, en el corto lapso de un solo día”- Pensó febril, apretando el acelerador de su Ford T, a fondo.

 

Cuando llegó a destino, los arreglos florales que esperaban el velatorio de Cletonia, aún estaban frescos; llenos de brillo y luz. Pero ese olor a muerte se podía respirar; confundido entre la fragancia de tantas flores. Un olor denso, que casi le cortó la respiración al inspector, cuando ingresó al amplio salón que en anteriores años, cobijó aristocráticas fiestas y tertulias de poetas.

Algunos vecinos, habían comenzado a llegar, cual inoportunos invitados a presenciar esta nueva obra que la muerte estrenaba.

Al descubrir la imponente figura del inspector, que ingresaba a la habitación de Clotilde; Clara, arrojándose a sus brazos prorrumpió en un alarido demencial.

La escena era macabra. En el almidonado lecho, la finada dormía con expresión vacía, mirando hacia el alto cielorraso, donde dos palomas enamoradas celebraban un silencioso cortejo entrelazando sus piquillos. Las había pintado años atrás un Romeo que supo cortejar a Clotilde.

El acolchado de raso azul turquesa, casi cubría el cuerpo en su totalidad. Parecía que la difunta tuvo un frio inmenso antes de penetrar en el reino de la parca. Ese poder inconmensurable y siniestro, latía en cada objeto que el inspector tocaba en busca de evidencias. La pistola temblaba en su mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba férreamente la frágil mano de Clara…El asesino podría estar agazapado, acechándolos desde cualquier rincón de la espaciosa penumbra de la habitación.

Un sudor frio corría por los cuerpos de esos dos, y los corazones les palpitaban con furia pavorosa.

Con alta precaución, el inspector, velozmente quitó el cubrecama que tapaba a la muerta. El cadáver, lo mismo que el de Cletonia, no mostraba signos de violencia física. Un camisón de tules rosados, le concedían un aspecto etéreo a Clotilde. Sus labios pálidos, entreabiertos, cual un pimpollo que recién nace, parecían a punto de proferir las bellas poesías que le gustaban recitar de memoria. Un camafeo con la foto de Federico García Lorca, emitía el destello de una sonrisa de papel, mientras descansaba en el blanco cuello de su dueña.

Y al quitar el inspector por puro instinto de sabueso, la última sábana que cubría los senos de la finada, el misterio de las muertes repentinas, fue revelado. En el tórax sucumbido de tanto frio, en la zona izquierda donde antes latiera un corazón; dormía plácidamente, ajeno a toda mirada intrusa. Un oscuro y gordo escuerzo.

 

 

 

 

publicado por ismaelpepe a las 17:48 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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